Una colegiala me despierta a las seis de la mañana. Me pide que le enseñe un libro de mi biblioteca que ella quiere leer. Uno que le rompa la cabeza busca. Yo la veo, ahí al lado mío, con la pollerita apenas debajo de la línea de la cola, parada de puntas de pie buscando arriba, entre los más lejanos, uno de leyendas mexicanas escrito en maya y castellano. Le explico que no se si está bueno pero que algunas historias de ese libro son muy interesantes.
Me acuesto y se viene encima, se sienta en mi regazo. Pero al rato se acomoda, me da la espalda, apoya su cola en mi pene erecto y murmura lo que lee. Veo su espalda, su camisa blanca, su pollera a cuadros y la acaricio.
-Me gusta eso.
Su voz es tierna, tranquila, suave. Me arrimo a ella, pego mi pecho a su espalda y acaricio sus piernas, de las rodillas a su entrepierna.
-Despacito, leé más despacito.
Me alarma que siga leyendo, como si nada. Como si mi pene no fuera enorme. Como si no lo sintiera aunque al ratito empieza a mover la pelvis, le gusta.
-Acostáte que te leo al oído.
Me pongo boca arriba y ella me voltea, me acaricia la cola, me mete la mano debajo del calzoncillo y acaricia el ojo del culo con su dedo húmedo. Lo mete. Su dedo es grande. Y crece, dentro mío ese dedo se hincha, hincha, hincha... tanto que empieza a dolerme el coxis, la espalda, mi columna hace un ruido extraño... creo que se romperá.
Me chupa la oreja y el borde del labio. Su dedo ya no es un dedo, mi dolor ya no es mi dolor: nuestro dedo nos hace doler.
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