-Me gustan los morochos- me dijiste.
-A mí también- dije y lo decía en serio. Los rubios me parecen salidos de alguna película. Desconfío de los actores - en cambio, las rubias me gustan más que los rubios.-
Te gustó que dijera eso porque tenías ganas de ser rubia. Muchas ganas. El color de tu pelo era güevo, no rubio. Pero aún así, te alegró el comentario.
-Y me gusta que sea grande- me dijiste.
-A mí también pero no la sé usar.
-Yo te enseño. Es fácil aprender.
-Divertido, mejor dicho. Fácil no.
Te levantaste la pollera. Me mostraste una cicatriz. Empezaba en tu rodilla como un pelo largo que no se despega y se acercaba a la entrepierna con furia, creciendo, tomando piel, absorbiendo pigmentos que ennegrecían la cicatriz. Terminaba en un severo pozo marrón a unos cinco centímetros de tu vulva.
-Yo también la tengo larga- dijiste amargada.
Me incliné un poquito y con la boca soplando tu oído pregunté si querías que te moje la cicatriz con la lengua.
-Me gustaría mojarte la cicatriz con la lengua.
Estiraste la frente hacia arriba para que mi nuez se apoyara en tu cuello. Te acaricié la rodilla, apenas, porque enseguida puse mis labios en el comienzo capilar de esa marca. Saqué la lengua y la metí. Me preguntaba si me estabas mirando o no.
Tenías los ojos tristes y una falsa sonrisa en la boca.
Volví a mirar la rodilla y empecé a enroscar mi lengua por tu pierna. El río de tu cicatriz me excitaba cada vez más. A medio camino mi lengua seguía una huella. Entraba en el pequeño surco que se acrecentaba.
-Me está dando escalofríos. Pará.
No quise darte el gusto. No siempre te voy a dar el gusto.
-No.
Y me pusiste la mano en la cabeza, empujabas hacia tu pierna. Querías que mi lengua te penetre la huella. Aún a medio camino y empezaste a gemir. Era una respiración fuerte que me horadaba el cerebro. Mi lengua giraba, entraba y salía. Recorría esa marca, esa hondura en tu pierna, esa tajada de látigo. Me clavaste las uñas en la frente. Querías y no querías. Querías decir palabras y te salían letras. Querías que llegara un final pero no podías hacer fuerza. Querías que no fuera todo tan bizarro.
Me sangraba la frente cuando entré en el cráter de tu cuerpo. Tus gritos eran desesperadas mezclas de exhalación de lava y oso enjaulado. Me costó mantenerme aferrado a tu pierna pero tampoco me aburría tu marca, me sentía dentro tuyo como nadie había llegado antes, creía estar en el ojo de la tormenta. Mi lengua áspera y chorreante se colaba en los intersticios de la grieta que abría la puerta de tu apocalíptico e irreversible campo de espinas y gélido sadismo.
Oí un grito. Y me desmayé.
-A mí también- dije y lo decía en serio. Los rubios me parecen salidos de alguna película. Desconfío de los actores - en cambio, las rubias me gustan más que los rubios.-
Te gustó que dijera eso porque tenías ganas de ser rubia. Muchas ganas. El color de tu pelo era güevo, no rubio. Pero aún así, te alegró el comentario.
-Y me gusta que sea grande- me dijiste.
-A mí también pero no la sé usar.
-Yo te enseño. Es fácil aprender.
-Divertido, mejor dicho. Fácil no.
Te levantaste la pollera. Me mostraste una cicatriz. Empezaba en tu rodilla como un pelo largo que no se despega y se acercaba a la entrepierna con furia, creciendo, tomando piel, absorbiendo pigmentos que ennegrecían la cicatriz. Terminaba en un severo pozo marrón a unos cinco centímetros de tu vulva.
-Yo también la tengo larga- dijiste amargada.
Me incliné un poquito y con la boca soplando tu oído pregunté si querías que te moje la cicatriz con la lengua.
-Me gustaría mojarte la cicatriz con la lengua.
Estiraste la frente hacia arriba para que mi nuez se apoyara en tu cuello. Te acaricié la rodilla, apenas, porque enseguida puse mis labios en el comienzo capilar de esa marca. Saqué la lengua y la metí. Me preguntaba si me estabas mirando o no.
Tenías los ojos tristes y una falsa sonrisa en la boca.
Volví a mirar la rodilla y empecé a enroscar mi lengua por tu pierna. El río de tu cicatriz me excitaba cada vez más. A medio camino mi lengua seguía una huella. Entraba en el pequeño surco que se acrecentaba.
-Me está dando escalofríos. Pará.
No quise darte el gusto. No siempre te voy a dar el gusto.
-No.
Y me pusiste la mano en la cabeza, empujabas hacia tu pierna. Querías que mi lengua te penetre la huella. Aún a medio camino y empezaste a gemir. Era una respiración fuerte que me horadaba el cerebro. Mi lengua giraba, entraba y salía. Recorría esa marca, esa hondura en tu pierna, esa tajada de látigo. Me clavaste las uñas en la frente. Querías y no querías. Querías decir palabras y te salían letras. Querías que llegara un final pero no podías hacer fuerza. Querías que no fuera todo tan bizarro.
siempre me pasa lo mismo
tienen la pulsión de protegerme
y no la de penetrarme
estoy harta de los enfermeros
Me sangraba la frente cuando entré en el cráter de tu cuerpo. Tus gritos eran desesperadas mezclas de exhalación de lava y oso enjaulado. Me costó mantenerme aferrado a tu pierna pero tampoco me aburría tu marca, me sentía dentro tuyo como nadie había llegado antes, creía estar en el ojo de la tormenta. Mi lengua áspera y chorreante se colaba en los intersticios de la grieta que abría la puerta de tu apocalíptico e irreversible campo de espinas y gélido sadismo.
quiero que sepas que no puedo
permitir que repitas lo que hiciste
que no puedo verte más
que no quiero ser así
Oí un grito. Y me desmayé.
3 comentarios:
tuvimos la suerte de escucharlo en M.G. buen relato, lo felicito.
Urrus
Uh, groso. Este me gustó mucho.
Mariano!
Veníte a Los Mudos hoy!
Es el anteúltimo!
Abrazo loco
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